De niña aprendí que la vida tiene magia y misterios.
Aprendí que más allá de lo que podemos disponer, razonar o saber,
hay cosas que nos sorprenden,
que no entendemos y está bien que así sea.A Pedro siempre le había gustado la magia.
De pequeño tenía fascinación por los trucos que hacían los magos,
esos trucos que nadie puede explicar, aquellos que nos dejan boquiabiertos,
que nos hacen pensar que la magia existe realmente.
Pedro admiraba especialmente a un mago famoso en su niñez,
de gran prestigio.
Un hombre que acompañaba cada acto de magia con una bella historia,
relatada en forma pausada, casi profunda y con una cadencia en su voz
que era una verdadera caricia.
El niño lo miraba, lo estudiaba, grababa sus presentaciones en televisión
y podía ver sus espectáculos más de una vez.
Para Pedro ese mago era una persona especial,
era quien le hacía creer que lo imposible podía verse y hasta tocarse.
Luego de una de las tantas funciones a las que Pedro asistió con sus padres,
insistió en conocer en persona al gran mago.
En el teatro ya conocían al niño y hasta el mago había escuchado hablar de él,
no fue difícil que lo recibiera.
-Enséñame alguno de tus trucos por favor-pidió el pequeño.Al mago no le sorprendió el pedido,
era común que la gente quisiera saber cómo hacía lo que hacía.
Y, aunque jamás revelaba sus secretos, esa vez y por ese niño,
hizo una excepción.
-¿Qué truco quieres que te enseñe?-preguntó
el gran mago.
-El de las cartas y las copas-contestó el pequeño.-Así será-contestó el mago y Pedro creyó tocar el cielo con las manos
¡Por fin algún misterio sería develado!
¡Por fin sabría cómo hacía ese hombre para sorprender a todo el mundo!
Con mucha paciencia,
el mago explicó paso a paso el truco. Con detalle, tomándose todo el tiempo del mundo para que al niño
no le quedase duda alguna de cómo se realizaba.
Cuando el mago terminó,
una profunda decepción se apoderó de Pedro.
Una sensación inesperada lo invadió,
algo parecido a desilusión y tristeza.
Pedro no tocó el cielo con sus manos cuando
el truco fue desmenuzado ante sus ojos.
El pequeño no entendía qué le pasaba,
había logrado su sueño, había conocido al mago,
éste le había enseñado uno de sus mejores trucos y aún así no se sentía feliz.
Sus padres tampoco entendieron su actitud,
pero el mago sí porque si alguien sabía de magia,
ése era él.
Pedro pasó un tiempo sin querer saber de magia
y del mago, hasta que un día volvió a ver
al que fuera su ídolo en la televisión.
El niño volvió a quedarse mudo, absorto ante el espectáculo que ese hombre daba.
Maravillado porque no entendía cómo hacía lo que hacía
y recién ahí tomó conciencia de algo fundamental y en ese momento entendió.
La verdadera magia radicaba en sorprenderse,
en no entender y más aún en no conocer el truco.La magia estaba en pensar que lo imposible por un instante era real,
estaba en maravillarse,
en no poder cerrar los ojos para no perder
ese pequeño milagro que no está sucediendo.
Entendió que haber querido conocer el truco, había convertido ese acto de magia en un acto común, ordinario,
una simple demostración de cómo un hombre puede realizar su trabajo
y ciertamente no era eso lo que Pedro consideraba magia, y no lo era sin dudas.
El pequeño aprendió algo que jamás olvidaría,
algo que hizo más bella su vida y lo sigue haciendo
hoy que es un hombre.Pedro comprendió con el corazón, que es como mejor se comprende,
que la vida necesita siempre algo de magia, necesita abrir sorprendida sus ojos,
no entender, maravillarse, no tener explicación.
Que hay cosas que son más bellas si no se entienden, si conservan su misterio.Porque sin magia, del tipo que ésta sea,
la vida se convierte en un libreto ya estudiado, en una historia sabida de memoria.
Desde ese día Pedro deja que algunas cosas lo sorprendan y no les pide explicación,